Arthur C. Clarke: La estrella
Hay tres mil años luz hasta el Vaticano. En otro tiempo creía que el espacio no podía alterar la fe; y lo creía al igual que consideraba fuera de duda el que los cielos cantaran la gloria de la obra de Dios. A la sazón he visto esa obra y mi fe se encuentra considerablemente minada.
Contemplo el crucifijo que pende en la pared de la
cabina sobre el ordenador Mark VI y por primera vez en mi vida me pregunto si
no será un símbolo vacuo.
No he hablado con nadie todavía, pero la verdad no
puede ocultarse. Los datos existen para que alguien los observe, registrados
como están en millas incontables de cinta magnética y miles de fotografías que
llevamos de regreso a la Tierra. Otros científicos las interpretarán tan
fácilmente como yo; más fácilmente, sin duda. No soy quien para simular la
manipulación de la verdad que tan pésimo prestigio proporcionó a mi orden en
los días pasados.
La tripulación está ya bastante deprimida; me
pregunto cómo se tomarán esta última ironía. Pocos de cuantos la componen
tienen una fe religiosa, y, no obstante, no se aprovecharán de este arma
definitiva usándola contra mí; guerra privada, honrada pero fundamentalmente
seria, que ha tenido lugar durante todo el trayecto desde que salimos de la
Tierra. Era divertido tener a un jesuita de Primer Astrofísico. El doctor
Chandler, por ejemplo, nunca pudo asimilarlo del todo (¿por qué serán ateos tan
notorios los hombres entregados a la medicina?). A veces me encontraba ante el
tablero de observación, donde las luces permanecen siempre amortiguadas y el
resplandor de las estrellas con gloria inalterada. Se me acercaba entonces y se
quedaba contemplando el exterior por la gran escotilla oval, mientras los
cielos giraban con lentitud en torno de nosotros a medida que la nave se
balanceaba de punta a punta con la escora que no nos habíamos molestado en
corregir.
—Bueno, padre —acababa diciendo al final—. Esto
prosigue una eternidad tras otra; acaso lo hizo Alguien. Sin embargo ¿cómo
puede creer usted que ese Alguien ha de tener un interés especial en nosotros y
en nuestro miserable mundillo? Esto es lo que no puedo entender —comenzaba
entonces la disputa, mientras las estrellas y las nebulosas giraban en derredor
de nosotros en silenciosos e infinitos arcos que se abrían del otro lado del
plástico de la escotilla de observación.
En mi sentir, era la aparente incongruencia de mi
posición lo que, de veras, divertía a la tripulación. En vano argumentaba yo
con mis tres artículos en el Diario Astrofísico y mis cinco
de Noticias Mensuales de la Real Sociedad Astronómica. Les
recordaba que nuestra orden había conseguido no poca fama por sus trabajos
científicos. Podíamos quedar pocos ya, pero desde el siglo XVIII habíamos hecho
aportaciones a la astronomía y la geofísica que no podían ni siquiera
evaluarse.
¿Dará al traste con mil años de historia mi informe
sobre la Nebulosa del Fénix? Me temo, empero, que dará al traste con muchas más
cosas.
No sé quién bautizó a la nebulosa con ese nombre
que tan malo me parece. Si contiene una profecía, ésta no podrá verificarse
hasta dentro de mil años. Hasta la palabra «nebulosa» es equívoca, ya que el
Fénix es mucho más pequeño que esas magníficas acumulaciones de gas (la materia
de las estrellas nonatas) que se esparcen por toda la longitud de la Vía
Láctea. En escala cósmica, por supuesto, la Nebulosa del Fénix es una cabeza de
alfiler, una tenue cáscara de gas que rodea a una estrella única.
O lo que queda de esa estrella…
Mientras se alza por encima de las líneas del
espectrofotómetro, la rubensiana pesadez de Loyola parece burlarse de mí. ¿Qué
habrías hecho tú, Padre, con este conocimiento que me ha sobrevenido, tan
alejado del pequeño Mundo que era todo el Universo que tú conociste? ¿Habría
triunfado tu fe en la prueba, como la mía ha fallado ante ella?
Miras en la distancia, Padre, pero por mi parte he
ido más allá de lo que pudieras haber imaginado cuando fundaste nuestra orden
hace dos mil años. Ninguna otra nave investigadora ha ido tan lejos de la
Tierra; nos encontramos en las mismísimas fronteras del Universo explorado. Nos
propusimos alcanzar la Nebulosa del Fénix, lo conseguimos, y regresamos con el
conocimiento sobre nuestros hombros. Desearía liberar mis hombros de esa carga,
pero en vano te invoco a través de los siglos y los años luz que se alzan entre
nosotros.
Las palabras son transparentes en tu libro de
reglas: AD MAIOREM DEI GLORIAM dice el mensaje, pero se trata de un mensaje en
que ya no puedo creer. ¿Habrías seguido creyendo tú de haber visto lo que hemos
encontrado?
Por supuesto, sabíamos lo que era la Nebulosa del
Fénix. Todos los años, sólo en nuestra galaxia explotaban más de cien
estrellas, aumentando durante horas o días su fulgor en miles de veces antes de
sumergirse en la muerte y la negrura. Son las novas ordinarias, las consabidas
catástrofes del Universo. He registrado los espectrogramas y curvas de luz de
docenas de ellas desde que comencé a trabajar en el observatorio lunar.
Pero tres o cuatro veces cada mil años tiene lugar
algo distinto junto a lo que hasta una nova palidece con total insignificancia.
Cuando una estrella se convierte en supernova
puede, durante un breve instante, apagar el brillo de todos los soles de la
galaxia. Los astrónomos chinos detectaron una en 1054 sin saber de qué se
trataba. Cinco siglos más tarde, en 1572, estalló una supernova en Casiopea con
tanto brillo que fue visible a la luz del día. En los mil años transcurridos
desde esa fecha han tenido lugar tres explosiones más.
Nuestra misión era visitar los restos de una
catástrofe tal para reconstruir los sucesos que la habían precedido y, de ser
posible, saber la causa. Nos adentramos con cautela en las capas concéntricas
de gas que habían estallado tres mil años antes y que se encontraban todavía en
expansión. El calor era inmenso y radiaba aún con feroz luz violeta, demasiado
tenue empero para hacernos daño. Cuando la estrella explotó, sus estratos
exteriores habían irrumpido hacia arriba con velocidad tal que habían salido
por completo de su campo de gravitación. Hoy forman un caparazón hueco tan
grande que puede abarcar mil sistemas solares, rodeando lo que brilla y arde en
su centro y que no es sino el objeto fantástico que es ahora la estrella: una
masa blanca, más pequeña que la Tierra, pero con un peso un millón de veces mayor.
Las capas de gas brillante nos rodeaban y
desvanecían la noche normal de los espacios interestelares. Volamos en el
interior de una bomba cósmica que había detonado milenios atrás y cuyos
fragmentos incandescentes eran todavía metralla. La inmensa escala de la
explosión y el hecho de que su onda expansiva hubiera alcanzado ya un volumen
de espacio de muchos billones de millas, despojaba a la escena de todo
movimiento perceptible. Un ojo desnudo tardaría décadas antes de captar un
movimiento en las torturadas espirales de gas; sin embargo, la sensación del
estallido lo dominaba todo.
Habíamos comprobado nuestra dirección primaria
horas antes y nos encaminábamos despacio a la pequeña estrella que teníamos al
frente. Había sido un sol como el nuestro en otro tiempo, pero había
despilfarrado en pocas horas la energía que habría mantenido su brillo durante
un millón de años. A la sazón se encontraba como un tacaño desplumado que
escatimara sus recursos en un intento de reparar su pródiga juventud.
Seriamente, nadie esperaba encontrar planetas. Si
alguno había habido antes de la explosión se habría convertido en ráfagas de
vapor y su substancia se habría confundido con la estructura de la estrella
misma. Pese a todo investigamos rutinariamente, como siempre que nos
aproximábamos a un sol desconocido, y dimos con un Mundo diminuto que daba
vueltas en torno de la estrella a una distancia inmensa. Tenía que haberse
tratado del Plutón de aquel desvanecido sistema solar, dando vueltas en las
fronteras de la noche. Demasiado lejos del sol central para haber conocido la
vida, su distancia misma lo había salvado del destino que sin duda habían
seguido todos sus compañeros.
Los fuegos de la explosión habían afectado su capa
rocosa y quemado la costra de gas helado que en sus días lo habría cubierto.
Aterrizamos y encontramos la bóveda.
Sus constructores habían hecho seguramente lo mismo
que habríamos hecho nosotros. La señal monolítica que se erguía sobre la
entrada era a la sazón una masa fundida, pero desde que tomamos las primeras
fotografías desde lejos supimos que aquello había sido obra de la inteligencia.
Poco después detectamos la capa de radiactividad que había quedado enterrada en
la roca. Aún cuando el pilón que descollaba sobre la Bóveda hubiera sido
destruido, esta capa habría permanecido, inmóvil, pero como faro eterno que
llamaba a las estrellas. Nuestra nave descendió hacia aquel gigantesco ojo de
buey como una flecha corre hacia la diana.
El pilón tenía que haber tenido una milla de altura
cuando fue construido, pero a la sazón parecía un cabo de vela que hubiera sido
derretido y convertido en amasijo de cera. Nos costó una semana pasar por la
capa rocosa fundida, ya que no teníamos las herramientas apropiadas para el
caso. Nuestro programa original había sido dejado de lado; aquel monumento
solitario, que hablaba de un trabajo realizado a una distancia tan grande del
sol destruido, sólo podía tener un sentido. Una civilización que había sabido
cercana su muerte había alzado su último adiós a la inmortalidad.
Habríamos tardado generaciones enteras en examinar
todos los tesoros que encontramos en la Bóveda. Ellos habían tenido mucho
tiempo para prepararla, ya que el sol había tenido que dar sus primeros avisos
muchos años antes de la explosión final. Todo lo que habían querido preservar,
todos los frutos de su genio, lo habían llevado a aquel Mundo distante en los
días que habían precedido al fin, esperando que cualquier otra raza los
encontrara y no hiciera caso omiso de ellos.
¡Si hubieran tenido un poco más de tiempo! Podían
viajar con soltura de un planeta a otro, pero todavía no habían aprendido a
salvar los golfos interestelares; y el sistema solar más cercano se encontraba
a cien años luz de distancia.
Aun cuando no hubieran sido tan
intranquilizadoramente humanos como mostraban sus esculturas, no hubiéramos
podido menos que admirarlos y lamentar su destino. Habían dejado miles de
registros visuales y máquinas para proyectar éstos, junto con elaboradas
instrucciones gráficas de las que no resultaba difícil deducir su lenguaje
escrito. Examinamos muchos de aquellos registros y revivimos con ellos por vez
primera en seis mil años la calidez y hermosura de una civilización que había
tenido que ser superior a la nuestra de muchas maneras. Acaso habían dejado memoria
sólo de lo mejor. Pero sus mundos eran encantadores y sus ciudades habían sido
construidas con una gracia que se relacionaba con la de cualquiera de las
nuestras. Las contemplamos en pleno funcionamiento y escuchamos su habla
musical a través de las centurias. Recuerdo todavía una viva escena: un grupo
de niños en un banco de extraña arena azul jugaban con las olas como los niños
juegan en la Tierra.
Y hundiéndose en el horizonte, todavía cálido,
amable y vitalizador, se encontraba aquel sol que pronto habría de trocarse en
traidor y de olvidarse de toda aquella felicidad inocente.
Posiblemente, de no haber estado tan lejos de la
Tierra y de no habernos encontrado por ende tan propensos a la soledad, no nos
habríamos conmovido tanto. Muchos habíamos visto ruinas de antiguas
civilizaciones en otros mundos, pero nunca nos habían afectado tan
profundamente.
La tragedia era única. Para una raza, sucumbir y
decaer era una cosa, como las naciones y las culturas habían hecho en la
Tierra. Pero ser destruida tan completamente en pleno florecimiento, sin dejar
supervivientes… ¿cómo podía conciliarse ello con la misericordia de Dios?
Mis colegas me preguntaron esto y les di las
respuestas que supe. Acaso tú lo habrías hecho mejor, Padre Loyola, pero nada
he encontrado en los Ejercicios Espirituales que pueda
servirme. No habían sido malvados; no sé a qué dioses adoraban, si acaso
adoraban a alguno. Pero los he visto después de muchos siglos y he contemplado
durante largos instantes el empeño que pusieron en su último esfuerzo por
preservarse mientras ese empeño era iluminado por el sol que estaba amenazado.
Sé las respuestas que me darán mis colegas cuando
regrese a la Tierra. Dirán que el Universo no tiene propósito ni plan, puesto
que cada año explotan cien soles, en este mismo instante hay una raza en algún
lugar del espacio que se encuentra en trance de extinción. Tanto si ha obrado
bien como si ha obrado mal en el curso de su existencia, ello no cuenta a la
hora definitiva; no hay justicia divina porque no hay Dios.
No obstante, por supuesto, cuanto hemos visto no
prueba nada. Quien argumentase así estaría sometido a las leyes de la emoción,
no de la lógica. Dios no necesita justificar sus actos ante los hombres. Aquel
que hizo el Universo puede destruirlo cuando quiera. Es una arrogancia
—peligrosamente próxima a la blasfemia— el decir lo que puede y no puede hacer.
A pesar de los mundos y las civilizaciones
incluidas en esta consideración, podría haber aceptado este razonamiento. Pero
hay un punto en el que la fe más profunda se resquebraja y, a la sazón, una vez
hechos mis cálculos, he alcanzado ese punto.
Antes de llegar a la nebulosa nos era imposible
decir cuándo se había producido la explosión. No obstante, a la sazón, gracias
a la evidencia astronómica y a los registros encontrados en el planeta
superviviente, he podido fechar la catástrofe con precisión. Sé en qué año
llegó a la Tierra la luz despedida por aquel estruendo colosal. Sé con qué
brillantez lució en los cielos terrestres la supernova cuyo cadáver relampagueaba
mortecinamente tras nuestra nave. Sé también lo que ocasionó un resplandor a
poca altura, antes del alba, brillando como un faro en el oriente.
Razonablemente no puede haber dudas; el viejo
misterio está resuelto por fin. Sin embargo… Señor, había tantas estrellas que
pudiste haber usado…
¿Qué necesidad había de llevar a aquellas gentes a
la destrucción y de que el signo de su aniquilación resplandeciese sobre Belén?
© Arthur C. Clarke: The Star (La estrella).
Publicado en Infinity Science Fiction, noviembre de 1955.
Traducción de Antonio-Prometeo Moya